La noche había sido
todo lo que esperábamos, hasta que fuimos a lo de Anibal.Iba todo bien: las
luces de la sala eran perfectas, dirigidas hacia donde las necesitaba para que
las sombras y los tonos y los fondos de las fotos dijeran lo que quería que
dijeran. La escenografía era maravillosa también, tan acorde a ese pasado
resucitado, reformulado, nostalgioso. El espacio dividido en tres: la zona de
recite, la zona del show musical, la zona de presentación, y Dubin con la copa
de vino en la mano, que iba y venía entre los tres espacios cada vez más ebrio
y amoroso. Un hombre maravilloso gritó desde su butaca, desde lo oscuro de las
butacas de arriba que él también tenía un libro, que Dubin no se iba con las
manos vacías.
Pero no se hubiera
convertido en la historia que hoy, tanto después recordamos, que se ha
convertido en mito, si cuando salimos, cuando ya quedábamos los firmemente
decididos a emborracharnos (para que la noche no quedara así) desbandados, no
hubiéramos ido hacia lo de Aníbal. Cómo contar cómo es lo de Anibal. Con ese
antro fantástico perdido para siempre, se hace difícil describirlo a quienes no
lo conocen. Un entrepiso de madera blanca le abajaba el techo. Detrás de la
barra de zinc en L supo haber un tiempo un televisor viejo de caja símil madera
con las carreras de caballos, los parroquianos asomados y cagándose de risa, a
los codazos, las manos apoyadas en el hombro del otro, hablándose cerquita de
la cara. Sobre el fondo la luz fluorescente de la cocina, azulejos blancos/ocre
y a un lado el horno pizero. Aníbal, pelo blanco engominado hacia atrás,
guardapolvo manga corta celeste, semisonrisa en los labios y los ojos más galanes
más celestes que pudieras mirar. A media cuadra de gobernación. Me pregunto cómo
sería el tipo cuando se ponía bravo. Para manejar un lugar así, tenés que ser
bravo. Se manejaban códigos ahí adentro que nunca conocí. Todos sabíamos que
estaban, pero a nosotros, a los turistas universitarios que nos juntábamos ahí
para hacernos populares, a nosotros siempre nos trataban polite. A Aníbal, si
alguna vez se puso bravo, nunca lo ví, la semisonrisa siempre.
Esa noche éramos muchos,
cerca de quince. Nos acomodaron una mesa atravesada a lo largo del salón. Nos
vimos forzados a dividirnos entre la hinchada de universidad de chile de
adelante y los paraguayos del libertad de atrás. Cerveza piza, qué buenas pizas
dijo alguien sin saber que el aspecto del boliche no tenía nada que ver con la
calidad de la piza. Dubin pidió pepsi para la mujer ¿light tenés? y el mozo
¿hijo de Anibal? se disculpó, buen muchacho, en vez de reírsele en la cara.
Tanto tiempo después
los recortes de la noche son los que se grabaron. Flavia, reina de corazones
sentenciaba que lo manden al sicólogo. Hablamos klingon saludamos en vulcano
declinamos élfico. Esa misma noche ideamos un artículo sobre Harry Potter la
creación de nuevos lectores y el consumismo. Esa noche, los tango villero regalaron unos temas, en un momento, a pedido del homenajeado, pelaron las
guitarras y pidiendo permiso a Aníbal, cantaron dos tangos que los parroquianos
de la barra seguían haciendo mímica y chistando a los paraguayos que habían
quedado atrás y que miraban a los gritos videítos en el celular. CHssT. Ahora
con su permiso vamos a hacer una que sepan todos. Y coreamos, borrachos como
estábamos, una cumbia villera de los pibes chorros al son del tango y que ya ni
me acuerdo cuál era. Un tipo grandote, campera de cuero tachas y toda la
parafernalia de un buen arquetipo tomaba una imperial con la novia y cantaba emocionado
rockeándola con la cabeza encrestada, rapada por los costados. Después se nos
vino a la mesa un tipo desdentado de arriba y con los dientes curvadísimos de
abajo, el pelo blanco medio largo y algo rojo puesto, un chaleco creo, arriba
de la camisa. Nos pidió permiso porque él también quería a su humilde modo
cantarnos un tango a capella. La sonoridad inesperada que sacaba ese tipo, la
mitad del comedor la suplía con gesticulaciones. Cantaba bien. Un rato después
nos vino a recitar un poema a las chicas, y como había revuelo porque algunos
de nosotros se iban, le interrumpían el recitado, nos saludaban por el medio,
se enredó y terminó recitándonos un poema que nos repartía a Flavia, a mí, y al
gaucho Dubin (a quien mirándo a los ojos le dijo emocionado mañana te querré).
Siempre me pregunto cuánto habrá de burla en esto que hacemos de ir a lo de
Aníbal, cuánto de morbo, cuánto de curiosidad o de pertenencia genuina a esos
submundos de tipos que te miran un poco con recelo y después de un rato se te
sientan a la mesa a contar que esa noche habían ido a la trastienda y que todo
cuarenta, a cantarte un tango, a reírse un rato. Me pregunto si no es eso mismo
lo que hace que Dubin escriba de esos tipos, que los ubique dentro de su
mirada, que los lleve a otros lugares. Esa noche, de la que nadie había hablado
hasta ahora, tanto tiempo después, de la que pocos supieron, los que estuvimos
ahí, los que estuvieron y nada de nosotros les importa, fue todo lo que tenía
que ser, un poema más de Dubin, desdentado, curda, cercano.
Después me fui, pasé
caminando por esa zona tumbera que se solía armar ahí los findes a la noche, a
media cuadra de gobernación, con los pibes que iban a un boliche cabeza, por la
plaza sanmartín, y por la 7, hasta que conseguí un taxi. Me fui curda, como
correspondía, pero sin quebrar. De vuelta en el taxi incluso pude conversar con
el chofer haciéndole notar lo concurridas que estaban las calles. Sí, me
contestó, parece que mañana es feriado. Le sonreí, le pagué me bajé del taxi
deseándole buena noche. Mañana ya era 25 de mayo, nublado y patrio, como tenía
que ser.